La taberna del mar: marzo 2007

30 marzo 2007

El precio de las huertas

canales del Ega
Observo desde la lejanía el canal que lleva el agua robada al río, brillante a la luz del ocaso, serpenteando en zigzag como un reptil junto al camino, canal que riega los huertos en donde crecen pimientos y tomates. Junto a la acequia se hallan los árboles del membrillo, esos que esparcen su olor allá en otoño. Las viejas casetas de las huertas, que antaño servían para guardar la herramienta, se han convertido en chalets de suntuosidad fingida. El precio de la tierra ha aumentado al mismo ritmo que estas construcciones, mucho más rápido que el de tomates y pimientos. La parcela contigua a la de Germán, por ejemplo, se vende en cincuenta y cinco millones de pesetas, incluido el chalecito recién construido.

Dice Germán que ya le gustaría vender su terreno en siete millones, antes que seguir teniéndolo en propiedad, total, la huerta no le da más que trabajo y él preferiría venderla para disfrutar del dinero obtenido. Normal. Normal la primera vez que lo oyes, porque luego empiezas a pensar: la huerta le exige trabajo a Germán, pero gracias a ello sigue unido a la tierra, vinculado a sus plantas de tomates y pimientos, fundido al agua abundante robada al río, unido, en fin, al misterio de la vida. Si vendiera el huerto, para que un tratante se forrase, ¿qué haría con esos siete millones de pesetas? ¿a qué le llama disfrutar?

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28 marzo 2007

Madrid

Lo sé. Hay obras, tráfico ensordecedor, ambulancias, el metro que se para, suciedad, contaminación, gente con prisa que corre hacia cualquier parte.

Vale. Pero hay un jardín cerca de la Casa de San Isidro en el que se pueden pasar las mañanas de domingo junto a un rosal. Y en las calles de Lavapiés florecen los cerezos sobre las terrazas en las que los chavales toman hummus y kebabs. Y junto a las ruinas de las Escuelas Pías, convertidas en biblioteca, las sábanas tendidas en las corralas azulean cuando les da el aire y huele a lejía y a limpio. Y entonces pasa un coche esparciendo por las ventanillas súplicas de Fairuz. Y luego está la torre de San Pedro el Viejo, que cada vez se inclina más. Y las vistas desde el Viaducto, y la calle Segovia que se hunde hacia el infierno. Siempre encuentras a alguien que conoce a alguien que vivía allí mismo, junto al Viaducto y que limpiaba sus ventanas de sangre un día sí y otro también - y notas en sus ojos el secreto deseo de estamparse contra el asfalto-. Y luego Madrid se abre, casi se expande, y el Palacio Real y los jardines de Sabatini reciben rayos dorados por las tardes, y luego púrpuras, y luego violetas.

Hay jaleo. Lo sé. Vale. La Puerta del Sol bulle de chaperos junto al oso y el madroño y las prostitutas siempre me dicen cosas cuando paso (hay una que se sienta encima del cajero automático y se excusa “que se me hiela el coño”). Y la Gran Vía, la calle más hermosa del mundo, con su ajetreo, sus fabulosos edificios, el sol apabullante, el blanco de la caliza y el mármol, el cielo azul, los atardeceres que iluminan la torre de Telefónica. Y los aires cosmopolitas de Chueca con sus bares y restaurantes acristalados, como escaparates de un mundo que ya no hay que ocultar.

Y el Paseo del Prado y Recoletos, con los enormes plataneros y la sombra inaudita que esparcen en verano. Y las barquitas del Retiro, y sumergirse entre senderos umbríos, a los que a duras penas llegan copos de luz tamizada. Y tomar el sol entre parejas de novios que se hacen fotos de boda en la Rosaleda. Y los ecuatorianos que pasan los domingos jugando al fútbol, cambiándose paquetes y números de teléfono. Y los puestos de libros que antes estaban en la Cuesta de Moyano y ahora se alinean junto al tráfico que sube desde Atocha, convertida ahora en una romería que peregrina hacia un cenotafio de cristal que es recuerdo de la barbarie y la sinrazón (y de la mediocridad y las ínfulas). E ir de allí caminado hacia el rastro, entre manzanas de casas neomudéjares.

Y la luz, esa luz congelada de las limpias mañanas de marzo, esa luz amarilla en noviembre que parece incendiar los edificios, esa luz casi griega de agosto que hiere, esa luz de tormentas en mayo, un poco antes de los toros.

De la Glorieta de San Víctor prefiero no contar nada: es mía.

Hace ya más de veinte años que vine al Madrid de las jeringuillas. Me senté en un escalón de la ciclópea facultad de hormigón en la que había sido admitido, abrumado por el paso de los años. Al momento, una chica con el pelo muy corto se sentó a mi lado y empezamos a charlar (realmente fue ella la que empezó: me dijo que si quería un chicle de sandía) Iba a estudiar lo mismo que yo. Era de Madrid y después de veinte años sigo viéndola cada viernes, vamos al cine o tomar algo por ahí. En Madrid encontré poco después el amor, una noche de viernes, en un bar algo pijo, con porteros y música fortísima y señora del ropero. Eso también influye.

(Hay una historia paralela en el blog de Pon)

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26 marzo 2007

El mejor baño


El mejor baño (1987)

A la puerta del bar conocí tu sabor.
Tras las cortinas se escondía
el mundo, el bullicio, la vida.
En la sombra estabas tú, estaba yo.

Caminando sin hora, entre la niebla,
la cabeza muy a lo lejos, inundada,
los cuerpos cerca regalados. Jugabas
a esparcir tus posesiones en la tierra.

El árbol se izó sobre sí mismo
y las hojas, exuberantes, crecían
al vernos pasar sobre sus sombras.

Las olas ya habían roto el ritmo,
el mar estaba loco, y tu sonrisa
me invitó a bañarme allí, en tu boca.
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23 marzo 2007

Nuevo Judas


Nuevo Judas (2004)

Probablemente mi interés por los estudios de arte acabó en el momento en el que vi por primera vez –y mira que había pasado miles de veces por delante sin fijarme- “El tránsito de la virgen” de Andrea Mantegna, en el Museo del Prado. Sobre todo cuando mi visión, guiada sabiamente por las explícitas líneas de fuga, se dirigió rauda, casi sin prestar atención al acontecimiento principal, hacia esa “estúpida laguna”, hacia esa laguna de poderes taumatúrgicos, de impasible placidez, de calmosa vacuidad, que refleja la absoluta serenidad del alma de la única mujer que nació sin pecado desde Eva, absolutamente perdido, embobado en esa sosegada lámina casi metálica en la que flotan, casi vuelan, unas barquichuelas.

Cómo se pierde la mirada en ese cuadro, cómo se adentra uno en él cual si se tratara de un agujero negro que absorbe las ojeadas perdidas de los indiscretos, las de los pocos que desvían la vista de la Anunciación de Fra Angélico que confunde justo al lado con sus oros y sus lujos, y que, incautos, se ven perdidos para siempre, atrapados por la serena luminosidad grisácea del agua inmóvil. Aquí me he detenido. Aquí me he bloqueado, me he hundido en sus acogedoras aguas como si hubiese vuelto al útero materno, al seno virginal que acogió al hijo del Dios de los cristianos.

Si pasáis por delante del cuadro no me despertéis. Quizá un día encontraréis que aparece un apóstol más, -ahora sólo hay once: el traidor se ahorcó según cuentan -, quizá si Judas no hubiera muerto, quizá si Mantegna se hubiera atrevido, lo habría pintado tal y como ahora me encuentro yo, nuevo Judas: apoyado en la ventana embelesado en la pacífica estulticia de la laguna gris, en lugar de contemplar la muerte de la madre del que vendí por unas monedas.

(esta vez la foto no la he hecho yo, en las que tenía sólo salía la laguna)

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21 marzo 2007

Habla oculta

Luna de Lerin
Nos entendemos a través de códigos. Detrás de estas líneas hay una lista interminable de ceros y unos, ininteligible. Entre esos números y estas letras hay otro lenguaje, aquél que sirve para que el ordenador entienda nuestras instrucciones. Y sobre ellos, nuestro alfabeto, en amalgama adecuada, para que comprendamos estas palabras en castellano.
Así, hemos establecido varias capas de códigos entre los dos. Tú das al enter, para enterarte de mis intenciones. Pero no te las ofrezco siempre en nuestro alfabeto, ni por medio del diccionario que hemos creado con nuestros propios gestos, y mucho menos en octetos numerados.
Cuando nos cubre el hielo, un hilo de agua caliente arrastra a la culebra de signos invisibles a través de la pared helada. Cuando se hace de noche, una onda periódica guía un hilo de rayos giratorios en la densa oscuridad. Cuando nos estalla el temible silencio en las entrañas profundas, comienzan su loco baile etéreo las notas de un pentagrama amarillento.
Duermes, y detectas mis idas y venidas, desde lejos conoces la fuente de mis viejas y nuevas inquietudes. Incluso si me fuera a la Luna, podrías ver, mirando al cielo, mi sonrisa, allá arriba, tan pequeña, tan para ti. Sólo te pido una cosa: sal al camino, te estoy hablando desde mi mundo.

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19 marzo 2007

Y luego nada


Tengo frío. Más frío. Y luego nada. Otra vez nada. La misma nada de siempre, como una marea oscura y silenciosa que se cuela por debajo de la rendija de la puerta e inunda la habitación con su oleaginosa textura. Una nada pestilente y atroz que ya alcanza los cajones inferiores de la cómoda, que sigue subiendo, (reptando), por las paredes hacia el interruptor, para que no pueda vencer mi eterno miedo al agua y me levante para encender la luz. Una nada que a veces es petróleo y otras un aire tóxico, aún peor, porque la marea oscura puedo verla, pero el aire es invisible y adormecedor, y antes de darme cuenta estoy tosiendo y ahogándome en mi propia saliva, me incorporo en la cama y toso y lloro y me atraganto e inspiro con todas mis fuerzas, pero no consigo el oxígeno, porque mis pulmones se llenan de aire tóxico, de un aire putrefacto y viciado. Porque mis pulmones se llenan de nada.

Pero esta vez ha sido la marea oscura y, agarrándome al perro de peluche que tantas veces me ha salvado, consigo salir de entre las sábanas y poner un pie en el suelo helado, aun a sabiendas de que hay alguien debajo de la cama, alguien con una garra sucia y largas uñas que sujetará con fuerza mi tobillo para que yo no pueda acercarme a la luz, para que me anegue de una vez para siempre en este mar oscuro y espeso. Sin embargo, el perro de peluche ejerce de nuevo de maestro de ceremonias y se asoma debajo de la cama, y ladra y se envalentona y mira con ojillos furiosos allá dentro, al fondo, a la oscura esquina en la que siempre desaparecen las zapatillas, la esquina que engulle las monedas y la medalla del niño Jesús. Así que ahora por fin soy capaz de levantarme y, a pesar de la viscosa marea negra que ya alcanza mis rodillas, consigo avanzar algunos pasos hasta la puerta, hacia el interruptor de la luz. Entre mis pies se enredan algas gelatinosas y calientes, otras tienen espinas y son frías como el hielo. A veces siento también pequeñas bocas succionadoras que se aferran a mis pantorrillas y aspiran y aspiran y aspiran....

Por fin mi mano alcanza la puerta, el interruptor está ahí mismo, a la derecha. Pero aún vacilo unos minutos, porque sé que cuando acerque mi mano no será el frío plástico blanco lo que toque. Porque sé que habrá una mano esperando la mía. Una mano que tendré que acariciar suavemente para no despertar a su dueño. Una mano arrugada y con sólo dos dedos. Una mano que agarrará la mía con fuerza, como un gancho de hierro y me arrastrará por el fango hasta la cama otra vez, y que sujetará mi cuello apretándolo contra la almohada. Una mano cuyo dueño exhalará su aliento fétido y caliente sobre mi cara, porque estará muy cerca, siempre atento y vigilante, apretándome cada vez más fuerte contra el colchón, sentado sobre mí a horcajadas, saltando y saltando y emitiendo pequeños gritos de satisfacción. Y la marea oscura cada vez más cerca del borde de la cama, empapando ya las sábanas que comienzan a oscurecerse a mi alrededor, y la mano me introducirá uno de los dedos en la boca, para que la mantenga abierta, y el agua oscura entrará por fin hacia mi estómago y encharcará mis pulmones.

Pero no será esta vez: al fin alcancé el interruptor y la luz se hizo. Y la luz era buena. Desaparece el agua oscura, y el perro de peluche sigue ahí, inmóvil, con los ojos de plástico fijos en la esquina en la que todo desaparece.

¿Te pasa algo?

Mamá. Desde su habitación al otro lado del pasillo. Insomne. Como siempre.

No”. Apago la luz. Vuelvo a la cama. Y luego frío otra vez, y más frío. Y luego nada.

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16 marzo 2007

Viaje de todo el año

Coll d'Estenalles
Cumbres de la sierra,
temprana primavera roja,
pedregales, encinas, orugas,
caminata con zapatos.

Aroma a la orilla del camino,
copiosa comida en el refugio
servida con dulce sonrisa
junto a neveros vacíos.

Pajar de todo el año
esperando la lluvia, perdida,
inerte permanecer de la roca
y el peso de nuestro devenir.
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als meus cosins del Vallès

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14 marzo 2007

Por petición popular


(Nunca pensé traer esto a la taberna, pero el otro día mi compañero abrió la caja de Pandora, así que la montaña quebrada ha venido a Mahoma)

Brokeback Mountain (2006)

Y ahora te vas, coges tu caballo y te vas, dices hasta mañana y te vas, y yo sé que ya no hay más mañanas, que desde ahora el tiempo se ha metido en uno de esos bucles o estrangulamientos topológicamente posibles y que no parará de dar vueltas sobre este momento, y ahora coges tu caballo y te vas, y yo aún siento tu calor en mi espalda, tu canción de cuna aún suena en mis oídos, y sé que has repetido conmigo el único momento de amor que has conocido en tu vida: el abrazo de tu madre acunándote por las noches, pero tu madre ya no está: ahora yo soy tu niño y me cantas tú a mí, y ahora coges tu caballo y subes a la montaña y te vas, y yo te sigo con la mirada desde aquí, delante de la hoguera, intentando prolongar hasta siempre este momento, porque sé que si respiro, si pestañeo, si bajo la mirada, te habrás ido para siempre, y ya casi no te veo porque cabalgas como el rayo, vaquero, y como el rayo te vas, y recuerdo a aquel mendigo borracho que muerto de hambre cantaba “... la sangre de Cristo jamás me falló hasta ahora...”, y me siento también como un mendigo borracho y muerto de hambre (borracho de ti y con hambre de ti, saciado y sediento de lo mismo) pero es a tu abrazo al que me agarro, será tu firme abrazo de hombre el que no me fallará, el que me confortará cuando ya no tenga nada, cuando te eche tanto de menos que no lo soporte, cuando sólo me quede un último respiro me agarraré a tu cálido abrazo, y recordaré las caricias de tus manos en los botones de mi camisa, el suave roce de tus labios en mi cuello, el fuerte apretón de tu cabeza contra la mía, la caricia de tus rizos rubios, y ahora ya no veo tu caballo y ya te has ido, y respiro y pestañeo y todo acaba.

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12 marzo 2007

Tu gruta


No pongas esa mirada
cuando paso por tu lado,
que el cielo entero atravesará
la cavidad de tus ojos
y resbalarán
todos los arbustos de la ladera
entre tus mejillas
cayendo desde la nariz
hasta el lugar donde me encuentre.

No me digas
que me quieres,
el río que baja del valle
rebosará
desde tu boca a la mía,
y empujado por el viento
caeré a tierra para ti.

No me toques todavía,
temo al mar bajo las sábanas,
preso de sus olas,
compañero del tiempo detenido,
el océano azul oscuro
que llega desde tus manos
me llevará lentamente
a la gruta del placer.
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09 marzo 2007

Esta semana hemos jugado

El lunes Zendoia colgó un texto que había escrito Serrano intentando imitar a Zendoia. El miércoles Serrano colgó un texto que había escrito Zendoia intentando imitar a Serrano. A cada texto le acompañó una foto que ambos habían tomado jugando a ser el otro.

Ninguno lo consiguió, pero hemos descubierto que quizá haya nacido un nuevo ente mutante, porque los dos textos parecen escritos por la misma persona, que no es Zendoia ni Serrano, pero que sin duda tiene cosas de los dos (y cosas propias). Un ente nacido en lo más profundo de la taberna, en un oscuro almacén lleno de telarañas y humedades donde guardamos los paraguas que os dejáis (y donde habéis dormido la mona más de una vez, en un camastro). Sin duda ese nuevo escritor tiene algo de vosotros también porque aprende de vuestras conversaciones, apalancados en la barra, de esas lúcidas reflexiones que hacéis entre vapores etílicos y humo (no sólo no hicisteis caso a la prohibición de fumar, sino que cualquiera sabe lo que os fumabais).

No sabemos si ese escritor mestizo tiene los días contados, si ha terminado ya su carrera artística, si volverá al fondo de la taberna y lo meteremos en un bote con formol, para que lo estudie la ciencia. ¿O lo dejamos evolucionar, aunque algún día se levante con hambre y nos engulla?

07 marzo 2007

Perfil Sinuoso


Refulgen los últimos rayos de ámbar
e irrumpen a través del cristal traslúcido
de la ventana del baño,
y al contraluz fulgurante acecho
los detalles de un perfil sinuoso
que se enjabona en la bañera.
El exceso de luz diáfana
me impide recrear los detalles
del pecho imponente y hercúleos músculos
de este efebo de mis sueños.

La greca oscura de las paredes
fluye desde su prisión embaldosada
y en su regocijo engendra un halo alrededor
de las perlas líquidas que humedecen el torso dorado.
Una espiral fluye hasta el desagüe,
se convierte en torbellino acuoso,
y arrastra toda esta visión celestial
hasta los confines del infierno.
Temo, pero siempre ha sido así,
que se desvanezca para siempre
ante mis ojos extenuados
la fugaz pasión de frenesí y lujuria.

05 marzo 2007

Dulce momento congelado


Acabará la dolorosa incertidumbre
algún amanecer de inquietantes presagios.
Trabado en la butaca,
ante la misma ventana de inútiles crepúsculos,
perdida la mirada en el pasado:
ante los mismos fantasmas, los de siempre.

Evocaré lo existido hasta el presente,
y los amores que perdí:
esos cuerpos cuyo anhelo se convierte en tormento.

Exaltaré también los amores que gozo
y los que gozaré mientras me quede aire.

Un mirlo confuso en la cornisa,
las mudas azaleas congeladas,
el opaco rumor de la playa marchita,
un zumbido del moscardón que se golpea, aterido,
contra la escarcha del cristal que me enturbia.

Sea este momento tan dulce
congelado también en palabras sobre la nívea página:
se convierta en oscuros gusanos de tinta adormecida
para volver a él cuando yo quiera,
o cuando me arrastre al fondo un nuevo remolino.

02 marzo 2007

Una historia de fantasmas

Mi compañero de taberna me pidió explicaciones sobre el texto del otro día “Bajo los meteoros exquisitos”. Se las di y le gustaron, y me pidió que las hiciera públicas. El caso es que esta vez no acertasteis: el texto era una historia de la mili y no de ligues al aire libre. Como sé que esas historias aburren profundamente a los que no lo han hecho (me refiero al servicio militar, no a ligar en un bosque), la disfracé convenientemente y fue lógicamente malinterpretada. Así que allá va la explicación:

El chico que me hablaba en “Bajo los meteoros exquisitos”, era un guapo soldado, más joven que yo, al que no volví a ver. A veces creo que era un fantasma, algún pobre desgraciado que se pegó un tiro estando de guardia y que acudía a ayudar a los chicos solitarios que subíamos al monte de noche (el cuartel estaba en un cerro de pinares, junto al mar). Yo subía allí con mi libreta y mis bolis y me sentaba debajo de un árbol a escribir mis historias, bajo la luz de la luna o de alguna farola de sodio si es que no había luna. Y una de aquellas noches, bajo las estrellas fugaces y los aviones con sus luces parpadeantes que aterrizaban cerca, fue cuando vi la luz de su cigarro y el brillo de sus ojos en la cara ensombrecida por la visera.

Realmente, lo que el fantasma me dijo fue: “No tengas prisa por volver a la vida real, el día que te vayas de aquí llorarás, como lloran todos, como lloran los presos el día que salen de la cárcel. Y no llorarás por alegría, sino por que volverás a tener tu vida en las manos y no sabrás qué hacer con ella.”

Ciertamente, la última vez que grité aquello de “¡presente!”, y comencé a marchar con el petate al hombro, dejando atrás la bandera que ondeaba en la playa bajo un sol implacable, entre los treinta muchachos sólo se oían sollozos. Y yo no hice otra cosa. Y mientras lloraba, pensaba “si no sería mejor al fin y al cabo que nos quedáramos aquí eternamente, oliendo a sal, a pino y a cigarro, bajo los meteoros exquisitos”.
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