La taberna del mar: septiembre 2010

24 septiembre 2010

Fragmento de una ¿novela?


Aprendí mucho contigo (contigo aprendí, que decía el bolero). No sólo contigo, sino con los birmanos en general. Aprendí a disfrutar de la maravillosa sensación de conducir por una carretera de un solo carril para los dos sentidos sin cinturón de seguridad, de la libertad de ir en moto sin casco entre los arrozales, abrazado a tu espalda, e incluso de ir tres en una moto, cuando recogimos a aquella señora anciana que se había torcido un tobillo y se sentó detrás de mí, a la amazona, sin agarrarse más que a una cestita en la que llevaba unos mangos. A disfrutar de la lluvia (“sólo es agua”, me dijiste una vez en la que yo corría a refugiarme como si estuviera cayendo fuego líquido del cielo, “lo mismo que cuando te duchas”). De la maravillosa sensación de coger las tostadas atascadas en la tostadora con unas pinzas metálicas sin ningún tipo de aislante, de tomar una cerveza con los pies hasta los tobillos de agua en un chiringuito de Monywa rodeados de cables eléctricos que chisporroteaban alrededor de un generador tras la tormenta, de montar en una barquita con motor fueraborda llena de vías de agua sin salvavidas por los canales que rodean el lago Inle. Sentí por primera vez desde hacía mucho que la muerte era algo habitual, fácil y cercano, y la sensación no era desagradable. En nuestro país caminamos como si fuésemos porcelanas chinas, como pisando huevos, como si nuestra vida fuese la más valiosa del universo. ¿En qué momento de nuestra infancia empezamos a temer a la lluvia, a no pisar los charcos, a usar el paraguas o el chubasquero, a encontrar desagradable mojarnos? ¿De qué manera algo tan absurdo y enfermizo, tan determinante como no querer mojarse la ropa pasa a formar parte de nuestro pensamiento, en lugar del alborozado y libre disfrutar de las salpicaduras en un charco de barro, de la gozosa sensación de las gotas de lluvia en la cara? ¿Qué hemos hecho de nuestra libertad, en qué nos hemos convertido? Obviamente, la vida sólo es una, la nuestra, y según dicen, merece la pena conservarla y alargarla pero ¿a qué precio? ¿Al precio de ir atado a una silla durante siete horas circulando a ciento cuarenta sabiendo que el golpazo será mortal de todas formas, de no poder sentir el viento en una motocicleta o en una bici, de no poder hablar con los amigos circulando en paralelo haciendo eses, ni caballitos, de no poder lanzarse cuesta abajo arrastrando los pies porque los frenos no funcionan? A veces veo a los muchachos que patinan en los parques de Madrid como robots forrados de cascos y espinilleras, rodilleras y coderas, agarrados a sus padres, con esa cara pálida y enferma de niño moribundo que tienen casi todos los niños de Madrid y recuerdo las peleas a pedradas de los niños birmanos (las mismas que teníamos nosotros en España hace no tanto tiempo), las enormes bicicletas de los niños birmanos marchando en grupos hacia el colegio por el borde de la carretera, empujándose unos a otros, tapándose los ojos, conduciendo sin una mano, o sin las dos, sonriendo y saludándome sin preocuparse por nada más que ese momento mágico del pedaleo a la escuela, de ese momento de libertad absoluta, con el sol o la lluvia o el viento como único compañero de viaje, dibujando con las manos en el aire serpientes o cometas.

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