Los jardines del Aguedal
Tras visitar los jardines Majorelle (que pertenecieron a Yves Saint-Laurent y antes al pintor que les da nombre) lo único que se viene a la cabeza es que hay personas que han hecho de crear belleza el motivo fundamental de sus vidas, y otros que sólo saben crear fealdad. Uno sale de allí con ganas de desenterrarlos de sus tumbas y besar sus nobles calaveras, que decía el poeta.
Y sin embargo sólo se oye hablar de los jardines del Aguedal.
“Los jardines del Aguedal”, “los jardines del Aguedal”, repiten los muchachos de Marrakech cuando les preguntas qué visitar. Desde los mechuar del palacio real, un larguísimo camino conduce a los famosos jardines y los domingos, se convierte en un reguero de gente que va y viene en moto (cuatro y cinco personas subidos como media), en bici o caminando.
“En los jardines del Aguedal hay sombra y árboles”, “Hay peces de colores”, “Hay mucha gente y chicas guapas bajo los olivos”, “Por allí corre el agua como por los jardines del Paraíso”.
Pero los famosos jardines no son más que unos huertos de olivos extramuros con acequias para el riego y un camino polvoriento que conduce a las ruinas de lo que quizá fuera un antiguo palacio campestre. Tras las ruinas, en un estanque cenagoso se revuelven unas enormes y glotonas carpas doradas que intentan comerse los trozos de pan que les arrojan los muchachos, que miran con los ojos brillantes de regocijo las acuosas y desenfrenadas piruetas de los peces.
Y sin embargo, en la mirada de esos niños descubre uno que probablemente no haya nada en el mundo que les guste más que los jardines del Aguedal. Que pasan la semana pensando en esa tarde de domingo en la que su madre o sus hermanos, o su abuelo, o su padre o si tío les acompañará al estanque, les comprará una bolsita de migas de pan y se sentará junto a ellos hasta que el sol se oculte tras las polvorientas palmeras, allí, lejísimos.
Luego volverán (en moto, con suerte), por el camino oscurecido y soñarán con las carpas hasta el domingo siguiente.
Eso me llevo de Marrakech, el placer de lo simple, la belleza de lo ingenuo, la felicidad de lo puro. Y el horrible presentimiento de que acabaré reconociendo alguna de las caras de los muchachos del Aguedal entre los desgraciados que devuelve el mar a una playa de Cádiz.
Y sin embargo sólo se oye hablar de los jardines del Aguedal.
“Los jardines del Aguedal”, “los jardines del Aguedal”, repiten los muchachos de Marrakech cuando les preguntas qué visitar. Desde los mechuar del palacio real, un larguísimo camino conduce a los famosos jardines y los domingos, se convierte en un reguero de gente que va y viene en moto (cuatro y cinco personas subidos como media), en bici o caminando.
“En los jardines del Aguedal hay sombra y árboles”, “Hay peces de colores”, “Hay mucha gente y chicas guapas bajo los olivos”, “Por allí corre el agua como por los jardines del Paraíso”.
Pero los famosos jardines no son más que unos huertos de olivos extramuros con acequias para el riego y un camino polvoriento que conduce a las ruinas de lo que quizá fuera un antiguo palacio campestre. Tras las ruinas, en un estanque cenagoso se revuelven unas enormes y glotonas carpas doradas que intentan comerse los trozos de pan que les arrojan los muchachos, que miran con los ojos brillantes de regocijo las acuosas y desenfrenadas piruetas de los peces.
Y sin embargo, en la mirada de esos niños descubre uno que probablemente no haya nada en el mundo que les guste más que los jardines del Aguedal. Que pasan la semana pensando en esa tarde de domingo en la que su madre o sus hermanos, o su abuelo, o su padre o si tío les acompañará al estanque, les comprará una bolsita de migas de pan y se sentará junto a ellos hasta que el sol se oculte tras las polvorientas palmeras, allí, lejísimos.
Luego volverán (en moto, con suerte), por el camino oscurecido y soñarán con las carpas hasta el domingo siguiente.
Eso me llevo de Marrakech, el placer de lo simple, la belleza de lo ingenuo, la felicidad de lo puro. Y el horrible presentimiento de que acabaré reconociendo alguna de las caras de los muchachos del Aguedal entre los desgraciados que devuelve el mar a una playa de Cádiz.
2 Comentarios:
Es verdad: a menudo el placer de lo simple queda sepultado por la cruda realidad, y el paraíso resulta ser una patera hacia el infierno.
Cuando crecemos, y ya nadie nos lleva al lago a echar de comer a las carpas, todos subimos a una patera peor que las del Estrecho: la del tiempo.
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