La taberna del mar: agosto 2007

30 agosto 2007

Nada dentro


Belleza de cuerpos vacíos
protegidos por superficies lisas y oscuras,
inmensos,
erguidos entre la multitud,
inmóviles
en espera de aquellas victorias malogradas,
pisoteando a los vasallos serviles,
y nada dentro,
absolutamente nada
al otro lado de la visible gallardía,
excepto cierto olor a salitre.
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(Esculturas de Igor Mitoraj en la Zurriola donostiarra)

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29 agosto 2007

Bukhara (Bujara)

Bujara es otra cosa. Bujara es un sueño. La tarde de mi llegada, a la impresión de la belleza del lugar se añadió que la temperatura a las cinco de la tarde debía rondar los 45 grados a la sombra. Lo malo es que no había sombra. Me temblaban las piernas y sentía que mi corazón palpitaba cada vez más despacio y que se me nublaba la vista. En mi cabeza tres palabras que resonaban como una letanía: "golpe de calor". Entré en una tabernilla en la que los cocineros cortaban los trozos de kebab de enormes rollos y el calor era aun más apabullante allí dentro. Un té caliente dicen que reconforta en estos casos, así que, tras cuatro tazas de té hirviente a menos de un metro de los ardientes rollos de carne, noté el frescor de los 45 grados al salir a la calle, y los disfruté.

Al día siguiente, antes de amanecer, me dirigí a la plaza de Poy Kalon. Allí, sentado en los escalones de la medersa delante de la mezquita estaba Tõlquin, un hombre de mi edad, con bigote y cara afable. Tenía los ojos empañados en lágrimas, me sonrió y me indicó que me sentara a su lado. Por uno de esos milagros que sólo suceden al viajero que madruga, pese a que Tõlquin sólo hablaba uzbeco, conseguíamos entendernos a la perfección. Tõlquin nació en Bujara, pasó aquí su infancia pero luego había marchado a trabajar a Tashkent. Ahora volvía, por primera vez en veinte años. Me acompañó a dar un paseo y me enseñó las zonas preferidas por el turista: las medersas gemelas de Ulugh Beg (el astrónomo, matemático y poeta nieto de Tamerlán) con una inscripción en la portada en la que usa un sorprendente estilo moderno: "Aspirar al conocimiento es el deber de cada musulmán y musulmana", y la de Abdul Aziz Khan, bellamente decoradas ambas de cerámicas blanquiazuladas, la propia plaza de Poy Kalon, con la mezquita y la medersa de Mir-I-Arab, y sus cúpulas gemelas de color agua marina en la que la vista descansa como ante la contemplación de un mar sereno, o el minarete Kalon, único monumento que sobrevivió a las hordas de Gengis Khan, que se eleva magnífico sobre la ciudad. Finalmente, los mercados cubiertos y la Plaza Liab-i-Khauz, con el caravansaray cuya belleza hizo que el khan lo confundiera con una medersa, quedando para siempre convertido en tal para no hacerle caer en su error, o el albergue para peregrinos sufíes. Junto al estanque se encuentra la estatua de Nerudin, personaje que imagino equivalente a nuestro Sancho Panza, de afilada inteligencia, modestia y humor campechano.

Aún quedaba Bujara para rato, pero algo alejada: el mausoleo de Ismail Samani, la Mezquita Bolo Khaouz o la tumba del Santo Job. Pero insinué a mi amigo que quería ver la Bujara que él conocía, la que le hacía llorar de la forma en la que estaba cuando le encontré. Entonces Tõlquin sonrió y comenzó la verdadera visita: me hizo apoyar el oído sobre una pared de la medersa de Mir-I-Arab para oír los cantos que los estudiantes entonan a la salida del sol, y me animó a contemplar los pequeños trocitos de piedra verde incrustados en las paredes de adobe que, al amanecer, convierten un anodino lienzo de color barro de la Mezquita Kalon en un arroyuelo de esmeraldas, las callejuelas que se pierden tras el minarete de Kalon, las sombras que los árboles de la plaza de Liab-i-Khauz extienden sobre el estanque que me había parecido putrefacto la tarde anterior y que ahora brillaba de un azul portentoso, los pescadores (¿de qué?, me pregunto) sentados en los escalones y los muchachillos que arrastran los carros con el pan, la luz tamizada que entra desde lo alto de las cúpulas en los mercados cubiertos e ilumina la tumba de algún santo que una vieja limpia de rodillas, mientras se lleva las manos a la cara a cada minuto en señal de adoración (luego descubro que esa tumba casi desaparece cuando se instalan los vendedores de recuerdos made in China). Le agradezco profundamente esta segunda parte de la visita, la visión secreta sobre su propia ciudad de un hombre que fue niño en Bujara.

Tõlquin se despide de mí con la mano en el corazón y una inclinación de cabeza, con ese precioso gesto de los hombres uzbecos que me emociona sobremanera. Hago lo propio y presiento que ninguno miente. Le digo que ha tenido mucha suerte de nacer aquí, que hay pocas ciudades tan bellas. Me sonríe tristemente y le veo perderse entre el dédalo de callejuelas que se dirigen hacia el Tchor Minor, el exquisito monumento de cuatro minaretes algo alejado del circuito habitual, quizá buscando al chaval que fue algún día, jugando a arrastrar carritos de madera por las calles polvorientas de Bujara.

A veces pienso que Tõlquin no es más que el fantasma de Nerudin, y me acerco a su estatua para ver si encuentro en sus ojos el reflejo de las piedras verdes que los empañaban cuando le conocí.

Que Alá, el grande y misericordioso, tenga piedad de él.

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27 agosto 2007

Y entonces


Y entonces,
aparecen de pronto recuerdos de otras almas
vestigios de otros países desconocidos
y perdidos en los mapas,
caras de seres imposibles
rodeados de púrpura y azul,
cuando ya parecía todo perdido.
Vuelan a su encuentro
paisajes de oro, tierras prometidas,
aves del paraíso y flores del desierto,
y con ellas se entretiene
en la fosa que cavó
cuando perdió todo menos sus manos.
Así, en las horas muertas
entre mediodía y ocaso,
relucen los colores a la luz del candelero
y un brillo, púrpura y azul sobre su cuerpo,
se expande por las paredes de la cueva
en la que espera, paciente y entregado,
otra noche de sueños realizados.
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24 agosto 2007

Khiva

Es un largo viaje, desde Madrid a Estambul y desde allí a Tashkent en un avión turco cargado de niños uzbecos pequeñísimos que debían volver de alguna competición deportiva, cuyas azafatas se empeñaban en darnos unas bolsitas de nueces en las que indicaba claramente en cuatro idiomas que los niños podían ahogarse con ellas. Pasé todo la noche soñando que hacía la maniobra de Heimlich a miles de niños que se ahogaban. Desde Tashkent, otro avión nos llevó al oeste del país. Ruy González de Clavijo, del que ya hablaré, tardó algo más.

La ciudad amurallada de Khiva, en la región de Khorezm, se achicharra bajo el tremendo sol de julio. La ciudadela interior, Ichan Kala, una vez expulsados los habitantes por los soviéticos, se convirtió en una especie de parque temático de lo que debería ser una ciudad exótica de Asia Central. Aunque, tras la independencia, algunas de las antiguas familias han vuelto a ocupar sus casas, a Khiva le cuesta desprenderse de ese aire de decorado cinematográfico, de irrealidad, que me disgusta.

Sin embargo, es imposible resistirse a la belleza, algo artificial, de sus rincones y a la majestuosidad de alguno de sus monumentos: el Kalta Minor, o minarete corto, y las miles de historias que circulan sobre su inacabada construcción, la fortaleza de Kounia Ark, la mezquita del viernes y su bosque de columnas de madera, de formas casi tan puras como aquel corral donde el profeta comenzó sus predicaciones, el Tash Khauli y su fantástico harem con cinco iwanes para verano y sus hileras de habitaciones para el invierno, en el que la imaginería decorativa de los arquitectos en las mayólicas o en las pinturas que decoran los techos alcanza límites admirables, las piezas recogidas por el arqueólogo ruso que deseó morir con un trozo de melón de Khiva en la boca, o el mausoleo del santo forzudo (me atrevería a decir que culturista) y poeta Pakhlavan Makhmoud, y sus arabescos vegetales entremezclados con la delicada caligrafía que reproduce poesías del santo, al que acuden peregrinos luchadores de varios países.

La subida al minarete Islam Khodja me deja sin aliento, no creo que haga menos de cincuenta grados en esa oscura escalera que no parece tener fin. Desde arriba, la ciudadela se extiende como un lagarto al sol. Sólo en la frescura de los patios, que permanecen vedados al turista, los niños juguetean al balón alrededor de los pozos, y las mujeres charlan sentadas en los bancos adosados a las paredes más frescas. Me alegro de haber subido hasta aquí para verlo.


Lo que más me gusta de Khiva, no obstante, es lo que queda fuera de la muralla: Dichan Kala, la ciudad exterior. Entrando por el pasadizo que discurre bajo la puerta del Este se adentra uno en un barrio de casas polvorientas, donde algunos minaretes se alinean con los de Ichan Kala, en un juego de perspectiva que me recuerda a los imaginados por Proust y sus campanarios. Los chavales arreglan sus coches, los niños juegan en columpios destartalados, algún vendedor dormita sobre su puesto de helados, a la sombra de una parra. Junto a la puerta del Norte, un barrio de casas de un verde deslumbrante refulge con las últimas luces del atardecer. Desde allí parte un canal de agua fangosa en el que los niños pasan la mayor parte del día tirándose desde los puentes de madera. Las mujeres lavan las alfombras en el paseo asfaltado que discurre paralelo al canal mientras sus bebés chapotean entre el jabón y se llenan la cabeza de espuma. Cuando oscurece, llega la hora de los jóvenes, y uno desearía perderse entre los senderos arbolados.

El canal rodea un parque con una descascarillada noria que chirría. Las parejas de novios suben al atardecer, quién sabe si se atreverán a darse algún beso cuando lleguen a lo más alto. Más adelante, un palacio perdido entre casas de adobe (el palacio de Nouroullah Bey) hace imaginar cómo sería la ciudadela antes de la intervención soviética. Aquí confirmas que a la ciudad interior, por más que sea Patrimonio de la Humanidad, le sobran tiendas y le falta vida.


Al amanecer, un paseo de nuevo por la ciudadela, me reconcilia con la parte turística de Khiva: los escasos habitantes han sacado sus colchones al fresco de la calle y camino casi de puntillas por sus estrechas y polvorientas callejas antes de que comiencen a abrir las tiendas. El color de las paredes de barro refleja los primeros rayos con un naranja imprevisible, las sombras aun demasiado oscuras ocultan pequeños mausoleos, las mayólicas deslumbran de repente con tonos verdes y azules, cegadores. Los perros que dormitan junto a sus amos se levantan a olisquearme moviendo el rabo (pero esta vez no me pasa lo que me ocurrió en Pushkar), algún chaval entreabre los ojos y me mira sorprendido. A las seis, el despertador de los teléfonos móviles de los tenderos empieza a sonar y les despierta de su fatigoso sueño. También me despierta a mí, que soñaba con caravanas cargadas de seda.

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22 agosto 2007

Ahora


Dejaste pasar la ocasión
y ahora, con gesto abatido,
recuerdas sus bromas,
sus manos sobre tu cuerpo,
su sonrisa amplia
y sus carcajadas, ampliadas más aún
tras noches de fiesta,
resuenan en tus oídos
ahora, cuando presientes
que busca en otros bosques,
en otras orillas
a las que no puedes acceder,
y sabes que tu tiempo, su tiempo,
quedó flotando junto a aquellas hojas
de álamos trémolos,
y con ellas se fue, amarillento,
puente abajo,
hasta desaparecer entre rastrojos
robados a tu vida.
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20 agosto 2007

Uzbekistán

Pero ¿qué se me ha perdido a mí en Uzbekistán?

He tenido que responder montones de veces a esa pregunta, y más después del desgraciado atentado de Yemen. Lo cierto es que cuando viajo, no lo hago por afán de buscar aventuras, ni riesgos. Tampoco tengo ganas de morir. Simplemente viajar hace que me sienta vivo, que ame más este desgraciado planeta. ¿Irresponsables, arriesgados, temerarios?. Perdón, pero los que tienen la culpa fueron los miserables que pusieron las bombas y los cerdos que les pagan y les comieron el tarro. Irresponsables los que bombardean países en nombre de la democracia. Ignorantes los que identifican islam con terrorismo. Por eso creo que el mejor homenaje que podemos hacerle a las victimas y a sus familias es seguir viajando, conocer nuevos mundos. Porque ellos no fueron a Yemen buscando la muerte sino buscando la vida.

En cualquier caso, Uzbekistán no tiene nada que ver con Yemen. A medio camino entre su pasado soviético y la recuperación, lenta pero concienzuda, de sus raíces islámicas, Uzbekistán está perdido en Asia Central (y me temo que no sólo geográficamente), formando parte de lo que fue la Ruta de la Seda, y buscando un destino que se le escapa, porque quizá su destino sea precisamente estar siempre en camino de algo. Y eso no es malo.

Para muestra un botón: en Tashkent, la capital, una ciudad de enormes avenidas, parques, fuentes y plazas majestuosas que nos hablan de los alardes autopropagandísticos (y de control de multitudes) a los que tan aficionados eran en la antigua U.R.S.S., encontré a tres chavales que se bañaban en una deliciosa playa urbana, junto a la Plaza de la Amistad de los Pueblos (o algo así). Jugaban a tirarse arena y salpicarse en el agua. De unos dieciochos años, los tres habían nacido en Tashkent pero uno se identificó como ruso, el otro como uzbeco y el tercero dijo que era chino (uigur, concretamente). El ruso solo hablaba ruso, así que nuestra conversación decayó enseguida y se tiró al agua. Cuando se fue, el uzbeco me dijo (con ese inequívoco signo que consiste en pasarse el dedo índice por el cuello) que a los rusos había que echarles a todos del país o algo peor. El chino, en un perfecto inglés, me dijo que no hablara con el uzbeco, que eran todos unos aprovechados y solo querían que yo les diera unas clases gratis de inglés. Finalmente, los tres acabaron en el agua, sonriendo felices, salpicándose.

A lo mejor soy yo el que no entiende nada, pero me da la sensación de que los tres chavales tampoco entienden mucho. Salvo que a sus padres y abuelos les obligaron a hablar ruso y les prohibieron practicar su religión, que las fronteras de su país (creadas con mucha visión estratégica y mucha mala sombra) incluye población de otras etnias (tayicos, kazajos, turkmenos, afganos, kirguises) y que a su vez, hay población de lengua y cultura uzbeca fuera de sus fronteras. Salvo que temen que Uzbekistán se convierta en otro Irán u otro Afganistán y acaben ocultando a todas las mujeres tras el velo y prohibiendo la música. Salvo que quieren seguir practicando su religión sin que nadie les llame terroristas por eso. Y seguir celebrando sus ruidosas bodas con limusinas y música y oropeles.

Ni que decir tiene que no voy a caer en el error de juzgar un país por la simplista visión que puedo obtener en escasos quince días. Sólo escribiré impresiones que muy bien podrían ser erróneas. Al fin y al cabo yo no sé nada de Uzbekistán. En cualquier caso, la respuesta a mi pregunta inicial, quizá se puede responder sin palabras. Esto es lo que había perdido en Uzbekistán y he encontrado:



















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10 agosto 2007

Volvemos el 20 de Agosto


Paciencia, ya queda menos. Yo he estado muy lejos, muy lejos (en la foto hay una pista), pero tranquilos que contaré todo. Y el otro tabernero ha estado más lejos todavía, porque vuela.

Hemos actualizado la lista de amistades (ya sabéis, a la derecha, pinchando donde pone “Nuestras amistades”). Seguro que se nos ha olvidado alguien, así que por favor, en lugar de andar ladrando rencores por las esquinas, mandadnos mail protestando. Estamos mayores, en serio.

Pues eso, que volvemos ya. Disfrutad de nuestra ausencia.