La taberna del mar: junio 2009

17 junio 2009

De palabras y flores


Si las flores nacen para marchitar
explosión de colores, estallido de olores,
ímpetu de vida en primavera.
Porque las flores nacen para marchitar.

Si las palabras se inventan para que callen
explosión de amores, estallido de ideas,
ímpetu de vínculos en la era humana.
Porque las palabras se inventan para que callen.

Flores de plástico a la venta en el chino.
Palabras de plástico en nuestras voces.

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12 junio 2009

Milhojas con crema de limón


Creo que comparto con alguno de vosotros la afición, casi desmedida, hacia la repostería árabe. Esos sabores puros a almendra, azúcar, pistacho, agua de rosas... En Marrakech hay una pastelería muy cercana a la Plaza de Jmaa el Fna, en una calle muy ancha y peatonal que recuerda más al centro de cualquier ciudad europea que a un zoco árabe.

Milhojas con crema de limón.

El sabor a limones del desierto, la frescura de la crema, el hojaldre crujiente, los trocitos de almendra molida, el polvo de azúcar...

¿Por qué esperé hasta el tercer día para probarlas?

¿Cómo pude estar dos días completos en Marrakech sin comerme una o dos?

¿Qué voy a hacer ahora, sin las milhojas de crema de limón?
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08 junio 2009

Interludios


Llegan las olas, de una en una, rompen de una en una, y las olas vierten su espuma sobre mi playa, de una en una, día a día, continuamente, sean grandes o más pequeñas, siguen llegando las olas, y rompen, y desaparecen.

Si no existieran las olas yo nunca hubiese escrito una sola palabra, pero no porque no existieran las olas sino porque si no hubiera olas nadie las habría descrito, y por tanto, aún no existiría la literatura.

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03 junio 2009

Los jardines del Aguedal


Tras visitar los jardines Majorelle (que pertenecieron a Yves Saint-Laurent y antes al pintor que les da nombre) lo único que se viene a la cabeza es que hay personas que han hecho de crear belleza el motivo fundamental de sus vidas, y otros que sólo saben crear fealdad. Uno sale de allí con ganas de desenterrarlos de sus tumbas y besar sus nobles calaveras, que decía el poeta.

Y sin embargo sólo se oye hablar de los jardines del Aguedal.

Los jardines del Aguedal”, “los jardines del Aguedal”, repiten los muchachos de Marrakech cuando les preguntas qué visitar. Desde los mechuar del palacio real, un larguísimo camino conduce a los famosos jardines y los domingos, se convierte en un reguero de gente que va y viene en moto (cuatro y cinco personas subidos como media), en bici o caminando.

En los jardines del Aguedal hay sombra y árboles”, “Hay peces de colores”, “Hay mucha gente y chicas guapas bajo los olivos”, “Por allí corre el agua como por los jardines del Paraíso”.

Pero los famosos jardines no son más que unos huertos de olivos extramuros con acequias para el riego y un camino polvoriento que conduce a las ruinas de lo que quizá fuera un antiguo palacio campestre. Tras las ruinas, en un estanque cenagoso se revuelven unas enormes y glotonas carpas doradas que intentan comerse los trozos de pan que les arrojan los muchachos, que miran con los ojos brillantes de regocijo las acuosas y desenfrenadas piruetas de los peces.

Y sin embargo, en la mirada de esos niños descubre uno que probablemente no haya nada en el mundo que les guste más que los jardines del Aguedal. Que pasan la semana pensando en esa tarde de domingo en la que su madre o sus hermanos, o su abuelo, o su padre o si tío les acompañará al estanque, les comprará una bolsita de migas de pan y se sentará junto a ellos hasta que el sol se oculte tras las polvorientas palmeras, allí, lejísimos.

Luego volverán (en moto, con suerte), por el camino oscurecido y soñarán con las carpas hasta el domingo siguiente.

Eso me llevo de Marrakech, el placer de lo simple, la belleza de lo ingenuo, la felicidad de lo puro. Y el horrible presentimiento de que acabaré reconociendo alguna de las caras de los muchachos del Aguedal entre los desgraciados que devuelve el mar a una playa de Cádiz.

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