La taberna del mar: septiembre 2007

28 septiembre 2007

Mariposas enfadadas


El día en que se enfadaron las mariposas
dejaron de revolotear entre las flores
y se acercaron a la calle.
Aterrizaron sobre el asfalto
poco a poco, moviendo lentamente las alas,
hasta cubrir el suelo gris.
Casi todas eran azules y amarillas,
también las había verdes, y marrones,
rojizas y negras, incluso grises y blancas.
Allí se quedaron, a la espera,
y cuando los semáforos se pusieron en verde,
los coches no tuvieron valor
para arrancar y seguir su camino.
Hubo que llamar a los bomberos
para que espantaran las mariposas a chorros,
sin embargo ellas no movieron sus alas
y permanecieron allí, hasta el día de hoy.

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26 septiembre 2007

Baldosines


Y en respuesta:
sólo desvaríos que se ahogaron entre sábanas,
sólo titubeos acechantes desde el otro lado,
agonizantes quejas del que rompe un contrato
con rabia y con desprecio,
brillantes los ojos y enfurecidos,
abandonando aprisa como vencido atlante
el lecho en el que por momentos pensaba diluirme,
cuando acariciaba tus rizos rubios,
tus magníficos brazos de gigante.

Y en respuesta:
sólo tu nombre escrito en un trozo de papel apelmazado
y tu semilla que se escurre sobre los baldosines.


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24 septiembre 2007

Miradas orientales


Una pintura traída de Nepal:
fondo oscuro, figuras luminosas,
cientos de Budas en círculos concéntricos,
maestros de antiguas sabidurías,
mensajeros silenciosos de la transitoriedad.

Vigilan mi desconfianza
desde el otro lado de la habitación,
controlan mis movimientos
desde atrás de una cortina de bambú.
Por eso, les respondo
con una súbita parálisis,
como si estuviera mirando hacia el otro lado,
para que no me fuercen a caminos tortuosos,
para que no me hastíen con palabras confusas.
Miro hacia otra parte
pero sus miradas siguen clavadas en mí.

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21 septiembre 2007

Una pesadilla

Una pesadilla (1989)

Una noche,
un grito desgarrado me despierta.
¿Sueño?
¿Estoy dormido
o despierto?
En la calle proliferan hongos de desesperación
y un murmullo putrefacto escala las paredes
y se cuela en mi cama.
¿Estoy despierto?
La noche llora lágrimas de cemento
y en las alcantarillas
las ratas velan a sus muertos.
La oscuridad aprieta como un líquido espeso.
Petróleo, que gotea
como el tiempo en un reloj de arena,
una clepsidra de sangre amoratada.
Y el sol no sale nunca,
y pienso,
y sueño,
y duermo,
y me retuerzo.
Pasión agónica de una noche eterna.
Segundos de sábanas sudadas que duran como siglos.
¿Estoy dormido
o despierto?
Pero tu respiración lanza cadenas
y me engancha
y me arrastra de vuelta al mundo.
¿Estoy dormido
o despierto?
Sólo algunas gotas de petróleo manchan la almohada.

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19 septiembre 2007

Mensaje en la botella


Llegaste a mi costa
un día de septiembre con el mar en calma,
como una botella de vidrio marrón oscuro,
pero sin mensaje escrito en su interior.
El mensaje lo eras tú, todo tu cuerpo,
cada uno de tus miembros, los ojos negros,
el recio mástil que guió la botella por el mar.
Yo me llevé a la boca tus bienes
para ayudarte,
yo acaricié la esencia de tus flores
deseando darte la bienvenida,
y quedó en mi boca, en mis manos,
el licor que me ofreciste al vaciar la botella.
No me dijiste ni una palabra,
el mensaje venía en ti.
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17 septiembre 2007

Septiembre

Septiembre (1995)

Se van haciendo cortos los días,
hundiéndose en septiembre,
anegándose en tardes mortecinas de siesta y vendimia,
pero la luz de otoño es misteriosa
y resiste,
no se rinde,
y bruñe las uvas agostadas de bronce y miel,
pero alguna tarde,
una ráfaga de aire frío nos asombra en el porche
y nos recuerda que se acabó el verano
de piscinas y viajes y noches calurosas mirando a las estrellas,
que nos vamos haciendo cada vez mas mayores,
que se nos murió el perro.

Se nos van haciendo cortos los días,
amanece más tarde,
y por las noches,
a eso de las siete,
se oculta el sol tras el monte,
y su sombra alargada impregna los pinares
de frío, niebla y ausencias.


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14 septiembre 2007

Ventana rota


La luz que entraba por las ventanas
nos cae a chaparrones
desde que se rompió el cristal.
Y el viento, cuando comienza a agitar
las hojas de los árboles,
nos llega hasta dentro en ráfagas violentas.
Al divisar las oscuras nubes
cargadas de lluvia,
se derrama en la habitación, como en arroyos,
el agua fría y la tristeza.
Hemos de sellar el agujero
con una firme muralla,
para que continúe a la intemperie
el sol abrasando,
el viento agitando,
para que siga el agua llenando las cloacas.
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12 septiembre 2007

Gente de Samarkanda

En la Plaza del Registán, asombrosa desde cualquier punto de vista, cientos de chavales ejecutan una coreografía preparando un festival folklórico, que me recuerda a los absurdos ejercicios que hacíamos en mi infancia para recibir a algún mediocre cargo del régimen franquista. Supongo que se trata de la herencia soviética de nuevo, y esos ejercicios de autobombo, control y socialización del absurdo que tanto abundan en los regímenes totalitarios. Timur me dice: “Pobre gente. Les obligan a venir aquí todos los días, con este calor, y no les pagan ni un duro. Haciendo el ridículo, con esta música espantosa. Son estudiantes de la Universidad”. Nodira matiza: “Son estudiantes elegidos, los mejores, a los que se les va a conceder una beca. Para optar a la beca tienen que cumplir unos requisitos, y uno de ellos es participar en el baile”. En cualquier caso, no parecen estar pasándolo mal. Incluso diría que se divierten.

Luego me encuentro a Sobit, que me pregunta la hora desde un banco a la sombra del magnífico bulevar de la Universidad. Los jóvenes de Samarcanda se refrescan con las gotitas de agua que la brisa de la tarde arranca a los chorros de las majestuosas fuentes. Presiento que sólo quiere charlar conmigo. Brutalmente bello, joven, moreno de ojos negros, y grandísimo, me cuenta que es el más pequeño de seis hermanos y que todos se han casado ya. Pero él no quiere. Su madre le presenta chicas constantemente pero Sobit prefiere estudiar (mira el reloj nervioso porque no quiere llegar tarde a sus clases de coreano) y marcharse al extranjero. A Estados Unidos. Me enseña una mancha de nacimiento en su pierna que es el mapa de EEUU pero sin Florida. Se sorprende gratamente cuando le enseño otra mancha en mi pierna que podría ser Florida perfectamente. De repente me mira como si yo fuese a formar parte de su destino, como si el destino le hubiese alcanzado ya. Me cuenta que tiene problemas para conseguir el visado a EEUU y pretende usar Corea para dar el salto a América. Le pregunto que a qué Corea quiere ir y se sorprende de que haya dos. “La de Seúl”, me dice. “Ah, bueno”, respondo aliviado. Quizá mi mancha se parezca más a la península coreana que a la de Florida. Así se lo hago saber y de nuevo me mira como si en cualquier momento yo fuera a desaparecer.

Me pregunta si tengo hijos y le digo que no. Abre desmesuradamente los ojos. “¿Por qué?”, como si no me creyera. Le digo que no me gustan los niños, lo que no es del todo cierto. Se ríe a carcajadas, jamás pensó que eso pudiera pasar. Le digo que estudie, que trabaje fuera, que vea mundo, que vuelva a Samarcanda y se case con quien quiera, que no tendrá ningún problema (ni en Corea, ni en América, ni en España, con esos ojos negros y esas manos grandísimas no tendrá problema en ningún sitio). Intercambiamos los correos electrónicos.

Mira con disgusto la hora en su reloj y se despide con la mano en el corazón, con ese precioso gesto que he aprendido a apreciar. Mi corazón, un trocito, también se queda con Sobit, vaya donde vaya.



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10 septiembre 2007

En vano


Los hombres que sobreviven
en el cementerio de buques
acondicionan barcas
para ir en busca de alimento.
El desierto, un mar inmenso.

Cuando llegan las barcas a la otra orilla,
los buitres destrozan
las entrañas de las ovejas,
y cuando montones de moscas
oscurecen el entorno,
los hombres del cementerio de buques
encuentran los restos, podridos.
Verdes praderas, opulencia figurada.
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07 septiembre 2007

Samarkanda

Tombuctú, Pernambuco, Samarcanda... Hay ciudades cuyo solo nombre nos invita a soñar, a imaginar destinos lejanísimos y exóticos. Samarcanda, en las tardes más tristes digo tu nombre y se aleja todo lo oscuro.

La primera impresión que recibe el viajero es que la ciudad es una mezcla entre Bujara y Tashkent. Además se encuentra a mitad de camino entre ambas. Los majestuosos monumentos que en Bujara quedan incluidos entre abigarradas casas de adobe aparecen aquí enfatizados por fastuosas avenidas rectilíneas llenas de fuentes y árboles, en un atentado artístico parecido a la apertura de la vía della Conciliazione por Mussolinni en Roma, ante al Vaticano. Así, desde el Gur Emir se divisa la magnífica plaza del Registán, y desde ésta la cúpula de la mezquita de Bibi Khanum, que a su vez nos invita a seguir el camino que nos lleva a Shah-i-Zinda, la necrópolis.

De ellos, el Gur Emir justifica por sí sólo el largo viaje hasta Samarcanda. Inolvidables los deliciosos atardeceres anaranjados en el jardín delantero, contemplando la armónica belleza de las proporciones del edificio, en cuya cúpula aparecen unos hierbajos que no sólo no lo afean sino que le confieren ese romanticismo que desprenden las ruinas. En él se encuentra la tumba del gran Tamerlán, cuyo nombre hizo temblar a varias generaciones y que ha sido recuperado como héroe nacional tras la independencia, junto a su nieto Ulugh Beg. Desde allí, la calle de Ruy González de Clavijo recuerda la figura del madrileño enviado por Enrique III en 1403 a la corte de Tamerlán para embarcarlo en su lucha contra los turcos (y que fracasó por la muerte en batalla del conquistador). Su relato “Embajada a Tamerlán” es una joya de la literatura de viajes en castellano y el principal impulso que me ha llevado a viajar a Uzbekistán.

La plaza del Registán atrae con su majestuosidad las miradas de los pocos turistas que pululan por allí este abrasador mes de julio. Tres enormes edificios ocupan tres lados del cuadrado de la plaza: la madrasa de Ulug Begh y su minarete inclinado, la madrasa Chir Dor, que refulge por las tardes como si fuese de oro puro, y la mezquita Tilla Kari, con su vibrante cúpula azul (pensará el lector que uso adjetivos con ligereza, pero con 45 grados la cúpula vibra, lo prometo). El cuarto lado se deja para contemplar la maravilla.

La visita nocturna a la mezquita Bibi Khanum se me hace imprescindible, con la luna que se esconde tras los minaretes e ilumina el patio con su suave luz plateada. El atardecer (pero ¡hay tantos sitios y tan pocos atardeceres!) en la necrópolis de Shah-i-Zinda hace enmudecer al viajero ante la magnificencia de sus mausoleos, decorados de exquisitas cerámicas. Pero yo estaba más preocupado buscando un servicio.

Algo más lejos, las ruinas de la antigua ciudad de Afrosyab, esconden en sus alrededores el secreto de la tumba del profeta Daniel. Desde que fue enterrado, la tumba del profeta no ha hecho más que crecer. Su ataúd, cubierto con una enorme tela de color verde oscuro y bordados, se guarda en un edificio que debe ser ampliado cada poco tiempo: ¡ya mide dieciocho metros!. El día que un extremo de la tumba toque el otro (para lo cual deberá rodear la tierra entera) habrá llegado el fin del mundo. Nada nos dice que un día de estos no veremos aparecer la tumba del profeta atravesando los muros de nuestra cocina. Preparémonos entonces.

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05 septiembre 2007

El mar a mil metros


A mil metros sobre el nivel del mar
y entres miles de árboles
–pinos, hayas, robles–
una extensión de agua parece un pequeño océano.
Arena, piedras, prados y bosques,
toros y caballos,
y un hombre que camina en busca de algo,
junto a las minúsculas olas llevadas por el viento.
Escudriña, persigue pistas
y mira la solitaria extensión
donde terminan todos los caminos,
mientras los sedantes rayos de sol
acarician su cuerpo desnudo,
y así pasa las horas
con la vista en la montaña lejana.
De pronto, sin advertir el paso del tiempo
y sin encontrar nada de lo que busca,
descubre las huellas de su ser en el agua,
en la arboleda,
en las rocas que sostienen su cuerpo,
en las blancas nubes que cruzan el cielo.

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03 septiembre 2007

Un hammam en Bukhara

Si hay experiencias gratificantes en este mundo, una de ellas es la de la visita a un hammam. He estado en hammams de Turquía, Túnez, Jordania, Líbano, Siria y no podía perder la oportunidad de hacer lo propio en Uzbekistán. Akbar y Yorquin, de dieciocho años, me invitan a pasar. Nada hay más indescriptible que la sensación de relajamiento y misterio de un hammam, perderse entre sus pasillos de paredes de piedra húmeda, descubriendo los juegos que las luces, que se filtran desde las cúpulas, dibujan sobre el mármol. Ladrillo, arena y piedra apagando el tumulto del bazar cercano en una atmósfera inevitablemente erótica y voluptuosa, melancólica y dulce, en un lugar en el que el tiempo se detiene contemplando las espirales que el agua vaporizada enmaraña entre los rayos mortecinos, sintiendo el frío mármol en la espalda, escuchando solamente el goteo del algún grifo, el escurrir de alguna esponja, el canto apagado de Akbar que limpia a manguerazos algún otro cubículo, la risa de Yorquin, que baila delante de un televisor que hay en la entrada una canción de moda.

Akbar me cuenta que está aprendiendo, que Yorquin, a pesar de su juventud, es el maestro (pero el verdadero maestro y dueño del hammam dormita la siesta en un banco a la entrada). Y, efectivamente, las expertas manos de Yorquin consiguen que no haya un solo hueso de mi cuerpo que deje de sonar, que no haya un centímetro de piel vieja que no consiga arrancar con su guante de seda. Me llena de espuma las orejas y hasta la boca y los ojos para, finalmente, embadurnarme de algo parecido a la mostaza (¿jengibre?) que conseguirá que no me constipe durante un año. Eso espero.

Tumbado después de un nuevo enjabonado y aclarado con agua helada, dormitando sobre el mármol, siento que yo también vuelvo a tener dieciocho años.

A la salida, envuelto amorosamente con toallas limpias y secas, una taza de té aromático me espera delante de una mesa, en la que comparto con Akbar mis veleidades informáticas y le explico cómo abrir una cuenta de correo electrónico. Hizo un curso hace tiempo, pero le pareció muy difícil y, como no tiene acceso a un ordenador, se le ha olvidado. Le digo a ambos que tienen mucha suerte de trabajar aquí. “Me encanta mi trabajo”, dice Akbar. Y yo no lo pongo en duda. Les prometo hablar sobre su hammam en internet. Promesa cumplida.

Hammam Bozori-Kord, Hakikat st., Bukhara.



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