La taberna del mar: enero 2010

27 enero 2010

Ouzo


Me pierdo en un inasible andantino
desacompasado y tierno como una oveja recién parida,
sacudo varias veces mi amor descapotable
y brillante a la cera,
que vadea los cálidos residuos
remontando, siempre remontando,
como un triste salmón sin papillote,
alcanzando vagos lagos de someras sombras
de petrolíferas profundidades irisadas,
profano cauces,
desvelo manantiales,
desfloro alondras,
manipulo mitras.
En un acceso pútrido y culpable
comprendo de repente
lo que las últimas páginas
de aquel testamento predijeron:
tú lo sabías, claro, como siempre,
y no dijiste nada.
Pero el dolor,
ese mismo dolor que alcanza
hasta lo más profundo,
que obliga a mi cerebro a reconocer
partes de mí hasta ahora inexistentes,
explota nuevamente contaminando todo.
Vergonzante caminar pausado,
deslumbrante perfil,
suaves caderas,
labios y vergas con sabor a ouzo,
implacables,
como élitros férricos sin engrasar,
como invisibles mandíbulas hambrientas,
me entrego al gozo
sin fin, culpable, pero vivo.
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20 enero 2010

Nieve aguada


Hay lugares donde la nieve
aguanta más de mil años,
pero en mi corazón
no hay nieve que perdure.

Si en una noche, súbitamente
me tocan los blancos copos,
avistan ya un futuro aguado,
un porvenir vaporoso.

Al igual que la tierra caliente,
del mismo modo que el viento sur,
mi corazón en un instante
hace fundir la nieve helada.

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13 enero 2010

Saudade


No sabíamos que el destino dejaba
de ser complaciente desde el primer momento
en que los trinos dulces de las arengadoras
prevalecían incautos en la búsqueda enajenada
de sombríos presagios aurorales.
Ni siquiera nadie nos dijo una tarde de invierno
que las musas quedáronse atrapadas en el hielo
como el barco de Friedrich.
Al menos alguien pudo habernos avisado.
No vimos las hojas amarillas haciendo remolinos
ni sentimos la saudade del que se pierde solo en la montaña.
Aún temblamos cuando reconocemos los pálidos cadáveres,
cerúleas ya las manos, podridos ya los dientes,
cuando vemos los mirlos que no cantan
picoteando rebañadas cuencas.
¿Fuimos tan insensibles?
(¿o tan tontos?)
Sólo al atardecer un leve vaho mohoso
acaricia la tierra y se extiende
como un sudario verde de algún santón islámico,
redimiéndonos, ahogándonos, callándonos.
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06 enero 2010

Al día siguiente de la luna llena


La laguna se secó un día hacia mediados de diciembre.

Excepcionalmente no resultó un invierno lluvioso y la sequía se apoderó de la llanada. El caudal de los riachuelos fue agotándose, se evaporó la humedad del terreno y los suelos de las praderas se fueron convirtiendo en polvorientos páramos. Tras el caluroso verano las plantas no pudieron revivir, ni los pequeños animales resistir la sed; en toda la llanura fue marchitándose la vida hasta que por fin, la laguna se secó completamente.

De vez en cuando un insecto atravesaba el espacio entre una montonera de piedras y un tronco retorcido, o algún pájaro errante llegaba desde remotos lugares para completar dos o tres círculos sobre la seca laguna y desaparecer con el pico vacío. El sol se levantaba cada mañana por el este, y como si no ocurriera nada, decidía esconderse por poniente cada tarde, melancólico.

Y de repente, al día siguiente de la luna llena, aparecieron unas nubes negras desde el sur, y con ellas la lluvia, y con ella el caudal de los ríos, la humedad de la tierra, la vida en la llanura. La laguna comenzó a llenarse.

No hicieron falta muchos días para que los campos comenzaran a cubrirse de verde. Fue entonces cuando vi al pastor que bajaba de las montañas, con todo el rebaño y un par de perros, alegre. Ya era enero, y aún esperaba en la llanada lo más duro del invierno. Tendríamos que cortar abundante leña si queríamos hacer frente a los rigores invernales.


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