
Lo sé. Hay obras, tráfico ensordecedor, ambulancias, el metro que se para, suciedad, contaminación, gente con prisa que corre hacia cualquier parte.
Vale. Pero hay un jardín cerca de la Casa de San Isidro en el que se pueden pasar las mañanas de domingo junto a un rosal. Y en las calles de Lavapiés florecen los cerezos sobre las terrazas en las que los chavales toman hummus y kebabs. Y junto a las ruinas de las Escuelas Pías, convertidas en biblioteca, las sábanas tendidas en las corralas azulean cuando les da el aire y huele a lejía y a limpio. Y entonces pasa un coche esparciendo por las ventanillas súplicas de Fairuz. Y luego está la torre de San Pedro el Viejo, que cada vez se inclina más. Y las vistas desde el Viaducto, y la calle Segovia que se hunde hacia el infierno. Siempre encuentras a alguien que conoce a alguien que vivía allí mismo, junto al Viaducto y que limpiaba sus ventanas de sangre un día sí y otro también - y notas en sus ojos el secreto deseo de estamparse contra el asfalto-. Y luego Madrid se abre, casi se expande, y el Palacio Real y los jardines de Sabatini reciben rayos dorados por las tardes, y luego púrpuras, y luego violetas.
Hay jaleo. Lo sé. Vale. La Puerta del Sol bulle de chaperos junto al oso y el madroño y las prostitutas siempre me dicen cosas cuando paso (hay una que se sienta encima del cajero automático y se excusa “
que se me hiela el coño”). Y la Gran Vía, la calle más hermosa del mundo, con su ajetreo, sus fabulosos edificios, el sol apabullante, el blanco de la caliza y el mármol, el cielo azul, los atardeceres que iluminan la torre de Telefónica. Y los aires cosmopolitas de Chueca con sus bares y restaurantes acristalados, como escaparates de un mundo que ya no hay que ocultar.
Y el Paseo del Prado y Recoletos, con los enormes plataneros y la sombra inaudita que esparcen en verano. Y las barquitas del Retiro, y sumergirse entre senderos umbríos, a los que a duras penas llegan copos de luz tamizada. Y tomar el sol entre parejas de novios que se hacen fotos de boda en la Rosaleda. Y los ecuatorianos que pasan los domingos jugando al fútbol, cambiándose paquetes y números de teléfono. Y los puestos de libros que antes estaban en la Cuesta de Moyano y ahora se alinean junto al tráfico que sube desde Atocha, convertida ahora en una romería que peregrina hacia un cenotafio de cristal que es recuerdo de la barbarie y la sinrazón (y de la mediocridad y las ínfulas). E ir de allí caminado hacia el rastro, entre manzanas de casas neomudéjares.
Y la luz, esa luz congelada de las limpias mañanas de marzo, esa luz amarilla en noviembre que parece incendiar los edificios, esa luz casi griega de agosto que hiere, esa luz de tormentas en mayo, un poco antes de los toros.
De la Glorieta de San Víctor prefiero no contar nada: es mía.
Hace ya más de veinte años que vine al Madrid de las jeringuillas. Me senté en un escalón de la ciclópea facultad de hormigón en la que había sido admitido, abrumado por el paso de los años. Al momento, una chica con el pelo muy corto se sentó a mi lado y empezamos a charlar (realmente fue ella la que empezó: me dijo que si quería un chicle de sandía) Iba a estudiar lo mismo que yo. Era de Madrid y después de veinte años sigo viéndola cada viernes, vamos al cine o tomar algo por ahí. En Madrid encontré poco después el amor, una noche de viernes, en un bar algo pijo, con porteros y música fortísima y señora del ropero. Eso también influye.
(Hay una historia paralela en el blog de Pon)
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