Flores amarillas

Este septiembre no he llorado al verlas, por primera vez en cinco años. Hace ya más de veinte acompañé a mi padre a plantar las primeras: hizo un pequeño hueco en la tierra y metió las flores mustias, las regamos con un poco de agua, y, al cabo de una hora, estaban erguidas y felices. Nunca vi flores más agradecidas. “El año que viene saldrán solas”, me dijo.
Mi padre murió hace ya cinco años y todos los septiembres desde entonces, cuando salían las flores amarillas, notaba su ausencia como algo físico, casi como el abrazo de un cielo pesado. Pero ahora, supongo que será por el tiempo pasado, cuando he vuelto a ver las flores, cuando me he vuelto a enfrentar con el recuerdo, me gusta pensar que quizá sea su mano el que las guía, porque las flores salen en los sitios más apropiados, porque quizá la casa de campo nunca ha estado más bella que este año, porque puedo casi sentir su presencia en esta alfombra de flores amarillas que atrae a los curiosos desde la carretera y hacen fotos, y preguntan que quién es el jardinero, sin imaginarse siquiera que el jardinero no está vivo, porque ya anhelo la llegada del próximo septiembre y su alfombra de flores.